Cultura

Tesoros bajo el agua

A menudo, cuando hablamos de arqueología, la imagen más recurrente en nuestro subconsciente es la de grandes monumentos de antiguas civilizaciones, o la de un arqueólogo con sombrero al estilo Zahi Zawass escudriñando con su paleta y pincel restos de piezas que afloran en una cata en cualquier yacimiento.

La disciplina arqueológica va más allá de las antiguas civilizaciones. De esta forma, podemos decir que comprende, en general, el estudio de cualquier sociedad pasada a partir de sus restos materiales. Y así nos encontramos con frecuencia con estudios arqueológicos de cualquier etapa incluso reciente de nuestra historia.

Curiosity kill to cat. Y como yo soy muy gato y muy fan de la arqueología y la historia, aproveché una tarde soleada hace pocas semanas para volver (ya estuve en febrero de 2019) a la orilla del Guadiana a su paso por Mérida para admirar de nuevo estos viejos molinos harineros. Están datados entre los siglos XVI y XIX y desde 1954 descansan bajo las aguas del río, como si se encontrasen conservados en formol o salmuera.

A pesar de que el estado de conservación de algunos es bueno, me apena pensar en la erosión del agua que terminará con ellos en algún momento. El Guadiana discurre por estos tramos a una velocidad de entre 10 y 15 kilómetros por hora, por lo que el fin de estos edificios, verdaderos tesoros, tiene fecha aunque sea indeterminada.

Podrías pensar que te colocas un neopreno, una botella de oxígeno y unas gafas imaginarias y te sumerges en un agua inexistente para llegar hasta los molinos que se encuentran sumergidos habitualmente durante todo el año. Camino sobre sus muros y encuentro incluso tesoros de piedra que me hablan, no solo de su pasado, sino de quienes vivieron en esta ciudad hace siglos. Y así encuentro, entre los restos maltrechos de una represa, una estela que no dudo en pensar fue funeraria y romana incluso procedente de las inmediaciones puesto que, paralelo al río, discurría un camino de época romana (Alio Itinere ab Olisipone Emeritan). Es mi amiga, desde que nos conocimos en 2019. En su momento notifiqué al Consorcio de la Ciudad Monumental de Mérida su existencia para que fuese recuperada, cosa que al parecer fue imposible dada la crecida inminente del río. Ayer volví a hacerlo, esta vez con más esperanza. Creo que el estudio de la epigrafía funeraria es muy importante para determinar quienes, con certeza, fueron los antiguos moradores de Mérida.

Y así sigo paseando entre muros, rampas y caminos empedrados. Buceando en seco en un mundo rebozado en restos de cieno, pensando en lo bueno y oportuno que sería realizar un estudio arqueológico de estos edificios e incluso plantearse su declaración como Bien de Interés Cultural.

En 2019 la bajada del caudal del Guadiana obedeció a razones de lucha contra el camalote, esa terrible especie invasora vegetal que se empeña en arruinar un río lleno de vida. Ahora, cinco años después el motivo es distinto y está relacionado con la restauración y mantenimiento de otro edificio emblemático de Mérida, el Puente de Hierro.

La práctica totalidad de los molinos que la bajada ha dejado al descubierto presentan restos de época romana, sillares e incluso estelas, como la que encontré. Sería lógico pensar que, dado que una de las vías hacia Lisboa pasaba por las proximidades y los romanos tenían por costumbre edificar los edificios funerarios a ambos lados de las calzadas de acceso a la ciudad, los molinos más antiguos estén levantados con estelas y restos reaprovechados de mausoleos desmontados para su uso en las obras de edificación.

Si ya me fascinó el paisaje, el silencio, el color a la puesta de sol, incluso el olor a río, el paso de aves ribereñas… Todo en su conjunto me vuelve a parece indescriptible, incluso venerable. Inicio el camino de vuelta intentando encajar en mi mente el contraste tan acusado entre el mundo moderno y el antiguo. Nunca lo tuve quizá tan a la vista. Y pienso también en cómo contar todo esto si no es con fotografías.