Reportajes
La felicidad de la tierra
Llegados al punto de haber rebasado los 480 reportajes escritos y miles de fotografías hechas sobre Extremadura entiendo necesario hablar sobre la vida en el medio rural. Llevo varios días releyendo en “La felicidad de la tierra”, de Manu Leguineche, en el que reveló su particular paraíso, El Tejar de la Mata, su reposo de guerrero. Creo que todos tenemos un lugar así o, al menos, deberíamos tenerlo. Un lugar en el que Manu aspiraba a encontrar la felicidad y donde pensó y escribió mucho sobre ella. Leguineche, a lo largo de su vida como reportero vivió lo mejor y lo peor que el ser humano puede crear. Y llegó a la conclusión de que la felicidad estaba en las cosas pequeñas, en los detalles que se disfrutan sin ruido, plácidamente, en el calor de su rincón y de su gente. Tal cual.
Hace tiempo me trasladé a una pequeña población cerca de Mérida, Aljucén. La decisión, en mi caso, no tuvo que ser consensuada con nadie salvo conmigo mismo. Me vine solo y después forjé una suerte de pequeña familia con mis dos gatos, cosa que en un piso en Mérida no habría hecho, sobre todo pensando responsablemente en la calidad de vida de los dos felis que corren, saltan y trepan por el patio felices.
La vida en un pequeño pueblo como este es apacible, tranquila. En Extremadura tenemos la suerte de tener "islas" en las que poder detener el tiempo. Es precisamente lo que buscaba. Aunque no parece tener mérito pasar de una población de casi 70 habitantes por km2 como Mérida a una que tiene 12,67 hab/Km2. En ambos casos puede considerarse medio rural ya que está por debajo de los 100 habitantes por kilómetro cuadrado pero a mí no me lo parece. Mérida es una ciudad también tranquila y apacible. Pero todo depende de con cuál se compare. Frente a Madrid, Mérida es un pueblo y si la comparo con el pueblo de al lado, El Carrascalejo (5,47h/km2), digamos que Mérida, es una gran ciudad, claro.
Mi trabajo requiere a veces concentración, para escribir, para buscar la forma más idónea de mostrar un lugar o un destino a través de mis imágenes, para diseñar estrategias de comunicación o simplemente para leer y estar en paz. En el medio rural lo he encontrado y me parece absolutamente delicioso poder disfrutarlo.
Las comodidades hoy en día son extraordinarias. Estés donde estés tendrás internet, si no por cable o fibra lo tienes por telefonía móvil o satélite, que los Starlink están que lo dan todo. Fui el primer habitante que se conectó a internet en este lugar, allá por 1998, con un router de esos que hacían un ruido espantoso, en una temporada en la que también viví aquí. El pueblo ya no es lo que fue. Hoy en día las casas están bien equipadas y las infraestructuras, lejos de ser las mejores, son razonablemente aceptables.
Un buen día me desperté en Alcántara después de una semana de trabajo muy intenso y pocas horas de sueño. Estaba abrumado porque me había planteado cambiar de residencia y me preguntaba dónde vivir. Lo que me despertó fue la respuesta, una bombilla se me encendió y, como impulsado por un resorte, me puse en pie. “Puedo vivir donde quiera”, esa era la cuestión. Y decidí trasladarme a un lugar bonito donde, además, tuviera gratos recuerdos y algunos amigos. Barajé dos lugares y me decanté por uno.
Esa es otra. Lo de la cercanía de la comunidad humana que te rodea. En un pueblo no hay vecinos. Un pueblo, al fin y al cabo, es una gran familia. Casi que podría decir que todos somos parientes de algún modo porque, verdaderamente, encuentras más unión con las demás personas que en una ciudad y la sensación de apoyo mutuo es también mayor.
A veces, cuando el trabajo o las obligaciones me saturan me puedo permitir el lujo de calzarme las botas y salir al campo. A escasos 20 metros lo tengo. Además, no es un campo cualquiera, es un Parque Natural (Cornalvo). Disfruto del espacio abierto, de la naturaleza, del cambio de color de los paisajes a medida que avanzan las estaciones, recargo mis pilas y vuelvo al trabajo.
En cuanto a la forma de vida, todo es mucho más sencillo. Tanto que un día me descubrí en pijama y despeinado en la calle porque el día anterior se me había olvidado algo dentro del coche. Y no le di importancia. Tanto que si me apetece estar con personas, cambiar de horizonte o actividad solo tengo que desplazarme unos pocos kilómetros y tengo teatro, cine, supermercados, tiendas… Para el día a día tengo el comercio del pueblo y otras veces tengo la inmensa suerte de que algún vecino, agradecido por algún favor recibido, se ha presentado en casa con un manojo de espárragos, ajo puerros, criadillas de tierra, unos huevos de corral o unos tomates de la huerta. Esa es la felicidad, poder prepararte una cena con lo que has recogido del campo o te han regalado sabiendo que es cien por cien natural.
Dormir es más fácil. El aire que se respira, créeme, influye notablemente en ello y hace que descansar sea casi natural. Es raro que me desvele por problemas. Ni siquiera escucho los ruidos porque me he acostumbrado al silencio de la noche y a su banda sonora. Antes de acostarme suelo hacer una visita a las estrellas y la luna porque tengo muy poca contaminación lumínica. Después, duermo con la persiana levantada hasta que la primera luz y los primeros sonidos del día me despiertan. Ese es mi despertador y no falla nunca.
¿Me molestan esos sonidos? Rotundamente no, todo lo contrario. Tampoco me molestan las campanadas en la iglesia para anunciar las horas en punto, o las medias, o cuando hay fiesta. Solo me molestan cuando tocan a fuego o a difuntos porque, créeme, no estamos para regalarle pastos al aire ni habitantes al más allá.
Pero no todo van a ser ventajas. Hay médico, pero solo por la mañana unas horas y la farmacia igual. Evidentemente, en un pueblo no hay hospital, pero para eso estamos todos, para echar una mano si alguien lo solicita o necesita. El comercio está limitado casi que a un puñado de artículos de primera necesidad.
Y luego está lo de la soledad. Para la gran mayoría eso es peor si no te acostumbras o hasta que te acostumbras. Recuerdo que el primer invierno, cuando a las 19:00 horas ya era de noche, no sabía qué hacer. Pero es algo que resuelves con una buena biblioteca. Física, a ser posible, porque alguna vez el suministro eléctrico puede fallar. Si no lo hace, puedes tirar de San Netflix o San Facebook o San Wahtsapp. Aún así, reconozco que me costó adquirir el hábito de vivir solo en un lugar pequeño. Porque también, el silencio en la calle, refuerza esa sensación. Entiendo que hay personas que no lo soportarían. Por eso, vivir en un pueblo, no es algo apto para todos los públicos. Si tienes hijos pequeños quizá no te apetezca darles este tipo de vida aunque yo me lo pensaría seriamente. Hay colegio y la libertad con la que pueden crecer en el medio rural, además del contacto directo con el medio ambiente, no es nada desdeñable. En fin, cada cual que tome sus decisiones, faltaría más.
El último inconveniente, por ponerme puntilloso, que se me antoja es el de un pájaro, creo que es un estornino, que le tiene la guerra declarada a mi ropa clara durante las primaveras. No sé qué comerá pero puedo imaginarlo por el color morado que deposita amablemente sobre mis prendas en el tendedero. Los gatetes le tienen echado el ojo pero no se termina de poner a tiro y tendré que seguir usando el oxígeno activo. Ya verá, el día que Merlí o Frida le echen la garra.
No pretendo convencer a nadie para que se venga a vivir aquí ni a ningún otro lado. De hecho no pretendo ni pretenderé jamás convencer a nadie de nada. Solo defiendo este modo de vida como algo realmente gratificante. También me esfuerzo en defender la fijación de la población al entorno rural porque a este paso, y si no conseguimos inflexionar la tendencia, terminaremos como en “El disputado voto del señor Cayo” que, para los que no hayan visto la película les diré que se desarrolla en un pueblo con dos habitantes.
Y también, de paso, quiero defender cada rincón de mi región. Mi Extremadura, nuestra Extremadura. Una tierra que sigue siendo desconocida para muchas personas, en la que hay sierras, montes, montañas, ríos, lagos, llanuras, secarrales y prados verdes durante todas las épocas del año. Una tierra colmada de contrastes en la que hace calor en verano y frío en invierno. Agradecida porque te brinda el agua de sus gargantas, ríos, lagos y piscinas naturales para mitigar el calor y también la nieve para que juegues a hacer muñecos en sus montañas los días de invierno. Una tierra donde la boina es una prenda de gente noble, no de paletos, y está colgada en la entrada de las casas de los pueblos para recordar de donde venimos y cuanto esfuerzo nos ha costado. Un lugar que no le debe nada a nadie y que continúa produciendo alimento (y también electricidad) que exporta al resto del país. Una región con uno de los patrimonios e historia más ricos de toda Europa. Un lugar donde VIVIR.
Hoy puedo decir que Aljucén es mi casa y Extremadura mi jardín. Mis compañeros y yo seguiremos recorriéndola y mostrándola al mundo entero.
Esa es, la felicidad...